lunes, 19 de septiembre de 2016

Capítulo 3

Área B7

Centro Médico, planta 4ª, sala 3

Después del trauma inicial que supuso descubrir cuál sería exactamente su función en aquella base secreta, Cathleen se recuperó relativamente pronto. Cuando vio que tenía una bonita casa de dos plantas equipada con todas las comodidades y una conexión a internet cuya velocidad hacía que se le saltaran las lágrimas de la emoción. Además, por si le quedaba algún resquemor, comprobó que en su cuenta bancaria habían ingresado una cifra absurdamente elevada como adelanto. Se pasó un buen rato contando los ceros que contenía para confirmar que su vista no la engañaba.

Es cierto que en la consulta se aburría y no hacía gran cosa, se pasaba la mayor parte del día haciendo compras online. La verdad es que le parecía increíble que pudieran hacer envíos a una base súper secreta pero por lo visto, tenían su propio sistema para hacérselos llegar Todo lo que pidiera pasaría antes por la isla de Oahu, por lo tanto habría una demora de una semana como mínimo en la entrega de cualquier paquete pero ¿Qué importaba? Mientras llegaban sus cosas se entretendría jugando a lo bestia y olvidándose de que estaba atrapada en una isla en medio de la nada.

Mientras se acometían las reformas en la consulta que se suponía que iba a ocupar, la habían instalado en una sala anexa a la del doctor Clarke, un hombre que ya había superado la barrera de los cincuenta años y estaba muy aburrido de la vida. Sólo cruzaba un par de palabras con él para saludarse y para despedirse cada día, nada más. Cada mañana llegaba a la consulta como si fuera lunes, con cara de tristeza y amargura, de hecho las arrugas y a los lados de la boca le hacían parecer un bulldog. En el fondo ese hombre flacucho y encorvado le daba mucha pena porque se le veía quemado ¿Estaría ella así a su edad? Esperaba no quedarse atrapada allí.

Ya llevaba dos semanas allí y parecía que ningún paciente iba a pasarse por su consulta. Sin embargo, cada poco veía a los centinelas entrar y salir con vendajes o parches de la consulta del doctor. No tenía claro si el resto de la población no se había enterado de que estaba allí o no confiaban en ella. Justo cuando empezaba a pensar que era una pieza decorativa, llamaron a la puerta de su consulta.

—¡Pase! —alzó la voz mientras se colocaba a toda prisa en su puesto para parecer una doctora seria.

            Una mujer vestida con el uniforme de los centinelas entró en la consulta y se dirigió con paso firme hacia la mesa de la doctora.

—Me llamo Melissa —le tendió la mano mientras se sentaba—, soy centinela en la zona D.
­—Encantada de conocerte, Melissa —sonrió encantada de poder hablar por fin con alguien distinto de la capitana—, ¿En qué puedo ayudarte?
—Verá, doctora —suspiró e hizo una pausa desviando la mirada un instante—, hay temas que nos cuesta tratar con el doctor y cuando escuchamos que estaba usted aquí, nos alegramos mucho.
—Vaya —arqueó una ceja—, llevo aquí más de dos semanas, os han informado con retraso.
—No, no —sacudió la cabeza—, hace tiempo que lo sabemos pero no nos decidíamos a venir…
—¿Y eso?
—Necesitamos recetas de pastillas anticonceptivas.

            Cathleen se quedó callada un instante, conteniéndose para no soltarle ninguna contestación típica de las suyas. Le parecía ridículo que una mujer hecha y derecha se avergonzara y le diera tantas vueltas para pedirle algo así en pleno siglo XXI. Esa mujer llegaría pronto a la treintena si no estaba ya en ella y le había costado más de dos semanas decidirse a pedirle unas píldoras anticonceptivas ¿Qué estaba pasando ahí?.

—Vale —se encogió de hombros—, por mí no hay problema, te puedo hacer la receta, pero dile a las demás chicas que quieran una receta que deben pasarse por aquí.
—Es que… —titubeó mirando hacia los lados—. Bueno…
—A ver, Melissa, déjame tu identificación, no podré hacer la receta si no la introduzco en el ordenador.

            Le tendió la tarjeta con la mano temblorosa, parecía especialmente nerviosa, como si alguien la estuviera vigilando y estaba inquieta mientras Cathleen tecleaba.

—Bueno, ya está —sacó de la impresora el papel y se lo entregó—, puedes decirle a tus compañeras que es muy sencillo y no hay de qué preocuparse.
—Doctora —se guardó la receta en el bolsillo—, me gustaría invitarla a una reunión en el área residencial B3, vamos a hacer una barbacoa de chicas en casa de Millie el viernes y nos gustaría que viniera si no tiene inconveniente.

            ¿Una barbacoa? ¡Nunca le habían invitado a tal cosa! Era algo tan inusual que hasta recelaba pero se aburría como una mona y necesitaba algo de acción.

—¡Claro! —sonrió—. Allí estaré.
            Melissa se levantó de la silla y antes de salir de la consulta se giró para decir una última cosa:
—Ah, quedamos a partir de las seis de la tarde allí. No falte, la esperamos.
            Y con esa última frase se fue cerrando tras de si la puerta de la consulta.

+++

Habían pasado dos semanas después del último incidente y Clyde empezaba a pensar que quizá las medidas de la capitana no eran en absoluto excesivas. Quizá había evitado que un grupo disidente se reuniera para organizar ataques terroristas. Es cierto que por ello el resto de la población pagaba con su libertad pero él no tenía familia así que no le afectaba demasiado. Para aquellos que se habían emparejado quizá era más duro, pero no había ni un solo morph que hubiera conseguido tener hijos, así que nadie se lo había tomado demasiado a la tremenda. Clyde estaba seguro de que con niños de por medio se hubiera liado parda cuando mandaran a las parejas a trabajar a extremos opuestos de la isla.

A media mañana el jefe Arnold siempre se pasaba por la garita de vigilancia de Clyde supuestamente a supervisar su trabajo, aunque en realidad lo que hacían era cotillear durante una hora mirando al patio vacío que tenían enfrente.

—¿No te da la sensación de que ahora estamos de adorno?
—Disfruta, Arnold —le dio una palmadita en la espalda—, disfruta porque te pagan por no hacer nada.
—Ya pero —se encogió de hombros—, no sé tío, ¿Para qué estamos aquí ahora? Normalmente siempre había algún pequeño problemilla, controlábamos los entrenamientos de los novatos pero ni hay tales entrenamientos porque no entra personal nuevo ni ha habido incidencias.
—Hombre, lo de los nuevos reclutas sí que no es normal, pero lo de las incidencias ¿No es bueno?
—Creo que la gente está asustada —se rascó la barbilla—, por eso están todos más tiesos que una vara.
—¿No hay informes de actividades delictivas o de alteraciones del orden en las zonas C y D?
—He hablado con Doug y Chuck —sacudió la cabeza—, y están igual de extrañados que yo.
—Pues sí que es raro…

            Ambos se quedaron unos instantes pensativos en silencio mirando al frente, seguramente pensando en lo mismo. La base era como cualquier otro pueblo de cinco mil habitantes. Solía ser un lugar tranquilo donde de vez en cuando alguien se desmadraba pero la calma no podía durar tanto tiempo. La genética animal a veces les jugaba malas pasadas a sus habitantes y se producían peleas que los centinelas tenían que controlar.

No quería pensar en ello así que decidió cambiar de tema. Debían ser positivos y quizá se estaban poniendo muy fatalistas.

—Ah, por fin he visto a la doctora nueva…
—¿Ah sí? —Arnold arqueó una ceja con una sonrisa traviesa—. ¿Y qué te parece?
—Es minúscula, súper pequeñita… —juntó el pulgar y el índice entornando los ojos como si sostuviera una pulga entre ellos y la estuviera mirando—. Aunque, claro, siempre la veo pasar de lejos y si ya de por sí es bajita, imagínatela pasando por ahí.
—Te la tengo que presentar un día —se cruzó de brazos sacudiendo la cabeza—. Es posible que no cambies de opinión sobre lo de su tamaño porque sí que es un poco bajita pero creo que te encantará.
—¿Me estás buscando pareja? —abrió la boca con fingida indignación—. Sé que me echas de menos ahora que estás con Mel pero no me busques novia para que vayamos a las típicas cenas de parejitas que me da mucha grima…
—Gilipollas —le dio una colleja—, te busco novia porque necesitas a alguien en tu vida que te suelte las tortas que necesitas de vez en cuando, esas que se dan siempre desde el cariño.
—Mira, Arnold, te vas a ir a la mier…

            Antes de que pudiera terminar la frase, una gran explosión hizo que sus cabezas se giraran de repente hacia el edificio del centro médico donde ya surgía una humareda. Sin pensarlo un instante, echaron a correr mientras Arnold sacaba el intercomunicador para pedir refuerzos.

+++

La doctora Rainer aún estaba aturdida bajo su escritorio, intentando proteger sus oídos en vano ya que el daño estaba hecho. No dejaban de pitarle y la cabeza le daba vueltas pero no estaba herida, eso era lo único positivo, porque había cristales por todas partes y podía habérsele clavado alguno. El humo empezaba a llenar la consulta cuando vio aparecer unas botas típicas del uniforme de un centinela, asomando por debajo de su mesa.

—¿Doctora? —Clyde se agachó tendiéndole la mano—. ¿Puede oírme, está usted bien?

            Cathleen primero miró su mano confusa y alzó la cabeza para quedarse embobada mirándole. Nunca había visto unos ojos tan extraños y a la vez tan hermosos. Eran indudablemente unos ojos felinos tricolor entre verde, amarillo y siena tostado. Su pelo rubio alborotado estaba recogido en una trenza y contrastaba con el tono bronceado de una piel salpicada con pequeñas motas de melanina. Para rematar, sin dura era alto, superando el metro ochenta y tenía el cuerpo de un velocista. Era como si acabara de ver un extraterrestre, puesto que Cathleen se había pasado casi toda su vida rodeada de empollones flacuchos.

—Doctora —preocupado ante la nula respuesta de la doctora, se agachó—, por favor, tenemos que irnos.
            Cathleen se limitó a asentir y le tomó la mano a Clyde que en cuanto la sacó de debajo del escritorio la cogió en brazos y salió corriendo por el pasillo. Él intentaba tranquilizarla hablándole mientras la sacaba del edificio con ella aferrada a su chaqueta. No importaba que el pitido de los oídos casi no la dejara escuchar sus palabras tranquilizadoras, en cuanto apoyó la cabeza en su hombro, se sintió segura.

—Doctora, en cuanto salgamos del edificio la llevaré a su casa y la pondremos a salvo.

            Clyde no sabía por qué, pero aunque ya estaban fuera del edificio y por lo tanto, fuera de peligro, no quería soltarla. Esa pequeña doctora rubia… Cathleen se llamaba, ¿verdad? Es lo que ponía en la tarjeta que tenía en el bolsillo de su bata. Era tan delicada y pálida que parecía una princesa nórdica con cabellos de oro casi blanco. En sus brazos era ligera como una pluma pero estaba seguro que en ese cuerpecito de un metro sesenta se escondía una luchadora, una guerrera vikinga.

—Centinela —dijo por fin Cathleen—, creo que puedo andar, gracias…
—Oh, disculpa —a regañadientes la dejó en el suelo—, no sabía si…
—No, tranquilo, es normal —se sacudió la bata que aun estaba llena de polvo—, se ha liado parda en el centro médico.
—¿Has visto algo inusual? ¿Alguien sospechoso?
—No, a ver —se rascó las orejas como intentando deshacerse el pitido—, me paso el día ahí encerrada en la consulta y tengo poca visibilidad desde esa sala. Me han prometido una consulta más grande pero supongo que gracias a un gilipollas con ganas de tocar los cojones se ha ido todo a tomar por culo.

            Las sospechas de Clyde se vieron confirmadas al oírla utilizar ese lenguaje alzando gradualmente el tono de voz. La doctora estaba visiblemente enfadada y con razón.

—Mire, doctora, entiendo su enfado y haremos todo lo posible por encontrar y castigar al cul…
—¡Como pille a ese grandísimo hijo de puta le arranco de cuajo los…! —empezó a dar puñetazos al aire—. ¡Es que joder!
—Ya, mire… —Clyde suspiró—, déjeme que la lleve a casa, así se toma el resto del día libre y descansa.
—Sí… —bajó los hombros agachando la cabeza con expresión de resignación—. Me iré a mi casa a pegar tiros en el Overwatch ya que no puedo matar al capullo que hizo esto.

            Mientras se dirigían al garaje donde estaban los vehículos todo terreno de los centinelas, la doctora aun tuvo tiempo de soltar unas cuantas maldiciones más. Parecía mentira que el vocabulario florido de Cathleen y su carácter endiablado le parecieran encantadores a Clyde que, por primera vez, empezaba a sentirse atraído por alguien.

Cuando la dejó en su casa marcó aquel día como el comienzo del cortejo de la doctora Rainer.


Clyde saliendo de la ducha.

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