Era inusual que un sujeto de la sección
14-A atravesara las puertas de su consulta, pero ahí estaba él, ya en su
interior. Había salido cinco minutos a buscar unos historiales y alguien se
había colado sin permiso en su despacho. Normalmente los cuerpos de seguridad y
los soldados eran asignados al doctor Clarke, experto en traumatología. La
doctora Cathleen Rainer se ocupaba de otros sujetos cuyas modificaciones en su
ADN les causaban más deficiencias inmunológicas. Los felinos o los cánidos, como
era el caso del paciente que esperaba tras las cortinas, rara vez enfermaban.
Catlhleen era lo más parecido a un médico de cabecera para los Morph, cualquier
resfriado o infección pasaba por su consulta.
Molesta por la intromisión, estaba
dispuesta a echarle un buen sermón al intruso tras las cortinas así que las
corrió de golpe, casi descolgándolas de la barra. Las palabras se le quedaron
bloqueadas en la garganta cuando vio quién estaba sentado en la camilla.
—¿Clyde? —le miró incrédula mientras se
cruzaba de brazos—. ¿Qué haces tú aquí?
—Creo que se me ha atascado una bola de
pelo —susurró casi sin voz.
Clyde
era el atractivísimo jefe de seguridad que controlaba el sector donde vivía
Cathleen pero no se veían todos los días. Casi dos metros de músculos con un
buen culo, una bonita cara y unos ojos verdes que dejaban mil suspiros
femeninos a su paso. Hace unos meses un cruce de pantera se volvió inestable y
atacó a los residentes humanos dejando 4 muertos y 16 heridos. Ella podría
haber sido otra víctima si Clyde no hubiera estado allí para enfrentarse al
prófugo en cuestión.
—Estás afónico, Clyde —arqueó una ceja—,
no parece una bola de pelo.
—Es posible —sentenció con una sonrisa
traviesa.
—No sigas forzando la voz —respiró hondo
y se volvió hacia la mesita auxiliar donde tenía su historial médico—, es
posible que te hayan bajado las defensas porque estés trabajando demasiado, lo
cual es alarmante en un sujeto que tiene de sobra para aguantar esto que te
está pasando y más.
—Ayer pasé demasiado tiempo en la cámara
frigorífica.
—¿Y qué demonios hacías tú ahí? —se dio
la vuelta y se cruzó de brazos con expresión tensa mientras le miraba—. Seguro
que pasaste del protocolo de protección en la cámara ¿Verdad? Tú te metiste ahí
con tu chaquetita de verano.
—Últimamente ha habido robos —tosió—, si
me paraba a coger el maldito abrigo, habría perdido al sospechoso.
Se
acercó a él negando con la cabeza mientras cogía un palito plano de madera del
cubilete que tenía en la mesita auxiliar.
—Ya sabes cómo va esto, abre la boca y di
“Aaaah”.
Clyde
tenía una dentadura medio humana, medio felina. Sus colmillos estaban visiblemente
más desarrollados y afilados. Por suerte, Cathleen ya estaba acostumbrada y no
tenía miedo de esas fauces abiertas ante ella, sólo atendía al tejido
visiblemente enrojecido en la garganta de su paciente. Cierto es que su visión
se desvió unas décimas de segundo a sus carnosos labios pero nadie se dio
cuenta. Sacó una linterna de su bolsillo para examinar más en profundidad la
zona en busca de posibles placas de pus o inflamación de las amígdalas pero no
había nada más que enrojecimiento.
—Muy bien, Clyde —tiró el palito a la
papelera—, puedes cerrar la boca, vamos a ver… —empezó a palpar por debajo de su mandíbula—. ¿Notas algo?
Él
negó con un movimiento suave de la cabeza para permitirle continuar con la
exploración pero la doctora sí que notaba algo, una pequeña vibración y un
sonidillo muy leve, como el de un motor al ralentí.
—Clyde… —dejó la exploración y puso los
ojos en blanco—. ¿Estabas ronroneando?
—Es lo que pasa si le acaricias el cuello
a un gatito, doctora —le guiñó el ojo con esa sonrisa de chico malo que no
había perdido ni un momento desde que entró en la consulta.
—¿Gatito? —arqueó una ceja mirándole—. Tu
historia dice que tienes genes de guepardo.
—Todos somos adorables gatitos al fin y
al cabo —se encogió de hombros—, ¿No ves que ronroneamos?
—Anda, gatito —se volvió a la mesa para
anotar algo en su ficha—, quítate la camiseta, no vaya a ser que la infección
se haya apoderado de tus pulmones.
Cathleen
se repetía una y otra vez que iba a ser profesional con ese hombre pero cuando
se dio la vuelta y vio esos poderosos pectorales, toda su convicción se fue al
traste. Era curioso lo que el cruce de especies había hecho en su piel, el
diseño de las manchas del guepardo se había quedado en sus hombros y en su
espalda como si fuera un tatuaje. Se quedó parada mirándole y Clyde, muy
consciente de lo que estaba pasando aprovechó para pavonearse un poco.
—Doctora, me encanta como me mira pero o
pasa usted a la acción o seré yo quien de el primer paso.
—Clyde, te he dicho que te calles
—replicó nerviosa y sonrojada—. No debes forzar la voz.
Se
descolgó nerviosa el estetoscopio y empezó a posarlo con cuidado por el pecho
de Clyde.
—Ahora deja de hacer el gilipollas y
respira hondo.
—Uh …—entrecerró los ojos como si hubiera
recibido un golpe—. La doctora saca su genio.
—Cállate, Clyde y respira hondo.
Durante
unos instantes hubo silencio pero poco a poco, él volvió a ronronear y cada vez
se hacía más intenso y más ensordecedor.
—¡Clyde! —se quitó el estetoscopio y se
rascó los oídos—. ¿Podrías dejar de hacer eso?
—No.
—¿Por qué no? —le miró boquiabierta por
la rotundidad de su respuesta.
—Es totalmente involuntario —se encogió
de hombros—, si me gusta lo que me hacen, pues… —la miró de reojo fingiendo
estar avergonzado.
—Oh por favor —suspiró—, ponte la
camiseta de nuevo, no puedo concentrarme si…
—Vale, entonces prefiero seguir así.
—Pero el resfriado…
—Bueno —se encogió de hombros—, mi
doctora me está cuidando muy bien.
—Clyde, sólo estás afónico —puso los ojos
en blanco—, te daré una medicina para que la cosa no vaya a peor y recomendaré
que estés un par de días de baja.
—No sé yo doctora… —arrugó la nariz.
—¿Qué es lo que no sabes, Clyde?
—Es posible que si nadie me supervisa, me
salte las dosis y los días de baja…
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