Capítulo 1
Cambridge, Inglaterra.
En el
laboratorio de biología molecular de la Universidad de Cambridge, por norma
general se estudiaban las enfermedades infecciosas más mortales y sus
mutaciones. Era un lugar con altas medidas de seguridad y esto le servía al
gobierno para encubrir sus experimentos avanzados con la genética humana. La
doctora Cathleen Rainer trabajaba en una de esas divisiones encubiertas solo
que su vida no era tan excitante como cabía esperar. Al principio, cuando la
contrataron por su expediente brillante y se lo pintaron todo tan bien, pensó
que su vida sería diferente, sobre todo cuando se pasó seis meses
familiarizándose con los protocolos de seguridad gubernamentales. Llegó un
momento en el que fantaseó con la idea de convertirse en un agente secreto pero no, la vida era
una mala perra y se lo iba a demostrar.
Después de dos
años trabajando en un laboratorio sin nombre que oficialmente no existía en la
universidad de Cambridge, la doctora Cathleen Rainer estaba sola, y no porque fuera
la única que trabajaba allí si no porque las otras dos personas que compartían
espacio de trabajo con ella, se habían ido a un congreso en Corea del Sur al
que, por supuesto, no había sido invitada ¿Quién si no iba a quedarse a vigilar
las muestras? Esa era la función de la doctora Rainer, pringar como una
campeona mientras el resto del equipo se lo pasa en grande. Lo gracioso e
irónico del asunto es que era consciente de que sus compañeros eran mediocres
en sus trabajos ¿Cómo habían llegado hasta ahí esos dos simios con una
titulación regalada?
Cada día se
sentía más asqueada, sobre todo porque el sueldo era miserable y ni siquiera
cobraba lo mismo que esos dos cenutrios. ¿Y por qué no lo mandaba todo a la
mierda? Pues muy buena pregunta, se la había hecho un montón de veces porque
con un historial como el suyo, las diversas publicaciones en revistas de fama
internacional y una tesis publicada la cual tomaban como referencia muchos
estudios en marcha, era muy probable que la recibieran con los brazos abiertos
en muchos rincones de este planeta. Pero el prestigio de la universidad de
Cambridge era único… eso se repetía una y otra vez cuando le entraban ganas de
marcharse. Lo que le sucedía a la doctora Rainer es lo que le pasa a mucha
gente, tenía miedo a salir de su zona de confort y sólo necesitaba un
empujoncito para cambiar su vida.
Mientras
vigilaba las dichosas muestras, en este caso, orejas “humanas” que estaban
siendo “cultivadas”, tirada frente a la pantalla que monitorizaba cualquier
anomalía en las muestras, intentaba sobrellevar la falta de sueño después de
haber trasnochado. Había una raid en el Warcraft que no podía rechazar y menos
cuando en el trabajo no iba a haber nadie para darle la chapa.
Pero no, su vida
tenía que seguir siendo una mierda y sus compañeros tenían que volver antes de
lo previsto así que abrieron la puerta abrupta y sonoramente despertándola de
sus sueños eróticos con Kit Harrington.
—¡Cathleeeen!
¿Cómo van nuestras pequeñas orejitas? —la voz de Robert retumbó por todo el laboratorio
mientras ella se enderezaba—. No habrás roto nada mientras no estábamos
¿Verdad?
—No, Robert —se
estiró y se levantó apoyándose en la mesa con cara de hastío—, las muestras
están casi como las dejasteis.
—Pues deberían
haber crecido unas micras según mis cálculos —espetó Marcel que llevaba aun las
bolsas de la duty-free—. Alguien no ha estado haciendo su trabajo…
—Marcel… —puso
los ojos en blanco—. Han crecido lo previsto para este periodo de tiempo y mi
trabajo no era hacerlas crecer si no monitorizar su crecimiento, así que en
teoría, he estado haciendo mi trabajo.
—Cathleen,
deberías buscarte un novio para curar ese humor de perros que tienes.
Marcel dejó las bolsas en la mesa y
se unió a Robert haciendo gestos sexuales con los brazos y las caderas entre
risas mientras Cathleen se volvía hacia su pantalla dándoles la espalda.
—Asquerosos…—murmuró—.
Avisadme cuando el tema de conversación vuelva al campo científico.
—Ah sí, sólo
hemos pasado por aquí de camino al despacho del jefe porque vamos a celebrar el
éxito de nuestros estudios en el congreso de Corea.
—Vaya, Robert,
eso es genial —se volvió hacia ellos con una sonrisa sarcástica—. ¿Qué fue
exactamente lo que les interesó? ¿Mi artículo del mes pasado sobre la
reconstrucción ósea con células madre o la referencia a mi tesis?
—Nena, ese “mi”
tienes que cambiarlo —negó con la cabeza entre risas con aire de suficiencia—,
ahora trabajas en equipo y todo lo que publiques es “nuestro”.
—Vamos, Robert
—Marcel tiró de él hacia la salida—, alguien está en esos días del mes
¡Peligro, marea roja!
Cathleen agradeció que aquellos dos
simios salieran por la puerta aunque fuera mofándose de ella porque si
permanecían un segundo más en el laboratorio, puede que hubiera cometido un
delito grave.
Como era de esperar,
después de reunirse con el jefe, ninguno de los machitos alfa se dignó a
pasarse por el laboratorio para comentar las conclusiones del congreso ¿Para
qué? A ella le darían un informe lleno de faltas de ortografía e incoherencias
del cual, lo más probable sería que el setenta por ciento fuera pura ciencia
ficción.
Sus horas de
trabajo habían concluido y ella se marchaba a su humilde hogar cuando, al
cerrar la puerta del laboratorio, escuchó que alguien la llamaba a su espalda.
—Doctora
Cathleen Rainer, supongo.
—No hay otra
doctora en esta planta —entrecerró los ojos y se volvió para mirar a la
misteriosa figura que se ocultaba entre las sombras—. ¿Quién es usted? ¿Sabe
que esto es una zona restringida?
—Tengo
autorización —dando un paso al frente mostró su tarjeta—, Capitán Jane Abbott,
de la C.I.A.
Por un instante, Cathleen se quedó
sin habla pensando que se había metido en problemas con los peces gordos del
otro lado del charco y ni siquiera había sido culpa suya. Claro, para tirarse
el pegote el mérito era de todos, pero cuando había algún marrón importante, la
responsable total del proyecto era ella.
—No se preocupe,
señorita Rainer —se acercó a ella tendiéndole la mano al ver que Cathleen
palidecía—, no ha hecho nada malo, todo lo contrario, he venido para hacerle
una proposición.
—Bueno, Capitán
Abbott —murmuró mientras le tendía la mano temblorosa—, no sé en qué podría
ayudarle yo.
—¿Podemos hablar
en un lugar más tranquilo?
—Sí, hay una
sala de reuniones al fondo del pasillo, acompáñeme.
La capitana Abbott era una señora elegante, le calculaba cuarenta,
cerca de los cincuenta pero bien conservada, en un buen estado físico, además
era muy alta y, por qué no decirlo, guapa, la típica belleza de culebrón en
plan “Dinastía”. Con esos taconazos y ese traje de chaqueta combinado con falda
lápiz sólo enfatizaba su altura de más de 1,75 que dejaba a la altura del betún
mediocre 1,60 de Cathleen.
Cathleen guió a la capitana hacia la
sala y le abrió la puerta esperando a que ésta se acomodara para cerrar y
sentarse frente a ella. La estancia era del tamaño de un despacho con una
pequeña máquina de café, un dispensador de agua, una mesa y tres sillas.
—¿Quiere tomar
algo de beber, capitán? —ofreció Cathleen
—Está bien así,
doctora —sonrió—, gracias, quisiera terminar con esto lo antes posible, además
usted debe estar cansada y querrá irse a casa.
Por segunda vez la oficial había
dejado sin habla a Cathleen pero esta vez por un motivo muy distinto. Hacía
mucho tiempo que en su entorno laboral no encontraba una persona tan
considerada. Era muy probable que su amabilidad se debiera a que quería algo de
ella pero aun así casi se le saltaban las lágrimas porque, por fin estaba
siendo tratada como un ser humano.
—Doctora Rainer,
no puedo darle muchos detalles por el momento pero sé que está familiarizada
con los protocolos de seguridad.
—Sí, claro, sé
que hay detalles que no pueden contarme hasta que no firme el contrato —suspiró
acomodándose en su asiento—, aunque supongo que a estas alturas ya me habrán
investigado y ya habrán hablado con mis jefes.
—Nuestro deseo
es que se incorpore lo antes posible y por ello hemos acelerado las gestiones…
—Un momento, capitán
—interrumpió masajeándose las sienes—, si está todo decidido ¿Qué pinto yo en
todo esto?
—Usted tiene la
última palabra, de nada servirán todas las gestiones hechas anteriormente si
usted declina nuestra oferta.
—Está bien, no
interrumpo más —se cruzó de brazos—, cuénteme lo que me pueda contar.
—Muy bien,
doctora Rainer —sonrió afablemente—, le propongo un viaje a la polinesia, a una
base secreta en medio del pacífico donde usted tendría su puesto de trabajo.
—Ah, genial…
—miró hacia el techo intentando imaginarse cómo sería ver el sol todos los
días—. Y supongo que aun no puedo saber cuál sería mi trabajo.
—No, pero sí
puedo adelantarle que le triplicaríamos el sueldo.
Por tercera vez, la capitana había
conseguido dejarla en modo silencioso. Al fin y al cabo vivimos en un mundo
materialista y esto había sido la puntilla que necesitaba para salir del agujero
en el que había estado atrapada dos largos años.
—Sólo tengo una
pregunta…
—Si puedo
responderla…
—¿La conexión a
internet es buena y tienen tele por cable?
Esta vez fue Cathleen quien dejó a
la oficial sin habla pero poco a poco en el rostro de ésta empezó a dibujarse
una sonrisa.
—Conocemos sus
actividades online, no se preocupe, doctora, disfrutará de su ocio en nuestras instalaciones al igual que lo hace aquí.
—¿Cuándo nos
vamos?
La capitana soltó una carcajada y le
tendió la mano como para sellar el contrato. Mientras se las estrechaban
continuó hablando.
—Hemos
contratado un servicio de mudanza y esperamos que en una semana todas sus
pertenencias estén en la bodega del avión que la trasladará a usted lo antes
posible a nuestras instalaciones.
—Vaya, sí que se
mueven rápido ustedes allí enfrente ¿Eh?
—Y nosotros
sabemos valorar a las personas que realmente merecen la pena.
La oficial se levantó, abrió la
puerta de la sala de reuniones y se paró un minuto antes de salir.
—Mañana recibirá
la visita en su casa de un agente que se encargará del papeleo legal —bajó el
picaporte para abrir la puerta—, ya sabe cómo va esto de firmar contratos…
—Sí, bueno…
—Ah, y los de la
mudanza llegan a las diez de la mañana —salió del despacho—, así que esté pendiente
de ellos.
—Pero mañana a
las diez estoy en el laboratorio…
—No, querida —se
volvió hacia ella—, usted ya no trabaja para ellos. Despídase como es debido,
hágame caso.
Le guiñó un ojo y se marchó sin
añadir nada más. La Capitana Abbott le pareció una persona curiosa, parecía la
hermana mayor que nunca tuvo porque era como la voz de la experiencia.
Pensó en la
frase de la teniente: “Usted ya no trabaja para ellos, despídase como es
debido, hágame caso.” y decidió que debía ir a decirles adiós allí donde se
encontraban, en el pub a donde sabía que iban a celebrar siempre sus éxitos en
los congresos.
Aparcó el coche
al lado del puente y esperó a que los dos simios y su jefe salieran del pub.
Robert y Marcel bebían como cosacos. El jefe, al que Cathleen sólo conocía de
vista, por cierto, estaba mayor y con poco que bebiera, ya le afectaba
bastante. No
tuvo que esperar demasiado para verlos aparecer por el puente tambaleándose,
apoyándose unos en otros así que encendió el motor, aceleró y, en cuanto estuvieron
en la mitad del puente, paró el coche enfrente de ellos cegándoles con los
faros encendidos y gritó:
—¡No podéis pasar!
—¿Qué demonios…? —farfulló el viejo que entornaba los
ojos intentando adivinar quién conducía el vehículo agresor.
Entonces, cruzó el puente a toda
velocidad desequilibrándoles y haciéndoles caer al agua. No se sentía tan bien desde que había recibido los máximos
honores al presentar la tesis pero también sabía que debía tener cuidado, esos
seres patéticos debían sobrevivir, no existe el asesinato perfecto, todo el
mundo lo sabe.
Paró el coche a
un lado de la carretera y corrió a asomarse a la barandilla del puente. No pudo
evitar reírse al verles chapotear furiosamente en la oscuridad, intentando
llegar a la orilla.
—Valar Morghulis
—les gritó desde lo alto del puente y se marchó.
—¿Cathleen? —chilló
Robert medio ahogándose—. ¿Qué coño dices? ¡Sácanos de aquí, puta! ¡Cathleen!
Por supuesto que Robert y Marcel intentaron denunciar o emprender
alguna clase de acción contra Cathleen pero les fue imposible, antes de que
intentaran despedirla, se habían esfumado ella, sus archivos y todas sus
investigaciones. Discos duros, papeles, documentos… nada que sugiriera que
Cathleen Rainer hubiera trabajado allí en ningún momento.
Eso sí que no tenía precio, para todo lo demás
tenía el sueldo triplicado cortesía del gobierno de los Estados Unidos de
America.
Inicio prometedor. Pero decídete: teniente o capitan? :-)
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
Eliminar¡Corregido! Gracias por el apunte. Lo repasé un poco con prisas porque iba con retraso para publicar y debe de tener algún que otro fallo más ;D
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